Rafaél Escobar, poeta conquense, reseña en su muro de Facebook ‘Sonetos para el fin del mundo conocido’:

 

«SONETOS PARA EL FIN DEL MUNDO CONOCIDO de Javier Gilabert y Diego Medina.
Un poemario de sonetos “al alimón”. Que nos retrotrae a esas complicidades (que suponemos más perversas…) entre Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. O a ese terrorismo contra el ego y la autoría individual como fastidiosas convenciones a derribar de los campos de imanes poéticos de Breton y Soupault.
Es difícil no transcribir la opinión de Remedios Sánchez en su fantástico prólogo: ni Javier ni Diego practican el soneto con un afán exhibicionista barroco… pero esta habilidad no puede sino considerarse como signo inequívoco de una maestría técnica (que a la vez les permite ser versátiles y alternar de manera heterodoxa los alejandrinos, los versos blancos o las asonancias) que posibilita la catalogación de alguien como verdadero poeta. Y precisamente en la zona, Granada, en que este molde comenzó a naturalizarse como forma métrica habitual entre nosotros. Sus autores a la vez niegan la tradición y profundizan en ella. Se distancian del soneto de contenido amoroso o de manierismo de inspiración elitista. Pero ahondan la tarea de Blas de Otero y otros “desarraigados” de posguerra que componían sonetos cuyo centro emocional eran sensaciones de miedo, dolor, soledad o desorientación vital.
Siguiendo con el prólogo, ya están ahí apuntadas algunas de las claves temáticas que serán recurrentes en estos poemas: el colapso económico y psíquico con que nos ha asfixiado la pandemia, la injusticia de la pérdida de una generación especialmente valiosa por su talento para la solidaridad y la resistencia y cuyo paso por el mundo ha estado cercado, de la guerra civil y sus consecuencias al Covid, por el dolor. La sensación patológica de irrealidad y densa fábula distópica, una ficción de vida detenida, estancada en un quietismo tenebroso en que la esperanza a duras penas se cuela entre los resquicios de una ansiedad cada vez más agobiante (“En un paréntesis”) y el silencio es profanado por el eco siniestro del dolor (“Soneto del silencio impuro”).
Igualmente, la necesidad de un aprendizaje y una reinvención vital emprendidos a una edad en que ya sólo se esperaba recoger (o sufrir…) los frutos de lo ya asimilado (“Soneto del nuevo amanecer”) y en que el poeta se siente avanzando hacia una nueva identidad cuyas claves aún están veladas por la incertidumbre (“Soneto del cambio”) y que no podrá ser firme ni verdadera si no se restablece el contacto humano y no aprendemos de lo que se sabe de nosotros mismos a partir de la mirada ajena (“Soneto de la nueva verdad”).
No puede dejar de tratarse una cuestión que sería tentador rehuir por los resultados desoladores que nos arroja sin posibilidad alguna de escapismo: la pandemia como un exigente test ético para la humanidad que, aunque parcialmente, estamos suspendiendo. Se denuncia firmemente a los que revuelven la ignorancia y el miedo (sabedores de que el terror siempre brota de la inocencia perdida) para fomentar una vulnerabilidad que nos haga manipulables (“Soneto de los miserables”) y se enuncia el propósito firme de dimitir de la condición humana como de un cargo fastidioso si la tesis vencedora en este momento de quiebra es la impiedad (“Soneto del después distinto”), temor que determina la nueva energía fabuladora que cobran los mitos literarios del “aurea mediocritas” o el retiro frayluisiano (“Soneto de la nueva alabanza de aldea”).
Javier y Diego se autoimponen la obligación moral del poeta testigo del mencionado Otero de “Sobre esta piedra edificaré…” y se perciben como Gloria Fuertes, como artistas de guardia en pie firme ante el dolor para dispensar consuelo. Por ello abunda el poema a modo de credo de resistencia, de autoafirmación de la propia energía y la condición vitalista (“Soneto de la supervivencia”). En relación con este motivo, se canta a la reivindicación de la esperanza como pulsión definitoria de lo humano ejemplificada en el coraje de poetas para los que el dolor se convirtió en su más estricta cotidianidad (“Soneto de Miguel y el miedo”). A su lado, la inocencia (la sexualidad, juguete definitivo para niños desolados, conecta con esa espontaneidad y asoma en un texto (“Soneto del amor rutinario”) que también reivindica el potencial del humor como puntal de supervivencia), una raíz que aún nos aguarda en el subsuelo de todos los estratos (no siempre cándidos…) que le ha superpuesto la vida y que es un tesoro íntimo en que aún podemos reencontrarnos cuando las bofetadas de la realidad nos hacen temer que hemos quedado huérfanos de nuestro propio vigor.
Una hermosa aventura poética, tramada en ese cañamazo aún más resistente en que las afinidades humanas y estéticas se hacen definitivamente sólidas a causa del dolor, cuya adquisición (y compra material, aquí imprescindible) también corrobora ese viejo axioma de que no hay generosidad sin recompensa implícita. Y aquí además doble: la de participar en una causa solidaria y la de sentir una vez más como todo peso se relativiza cuando se piensa con lucidez y además se comparte con el espíritu subversivo del corazón de todos.»
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